Luz Silenciosa, de Carlos Reygadas
Dentro de una cinematografía que se inclina hacia lo violento, lo tortuoso, lo melodramático y denso, el cine de Carlos Reygadas sobresale como un leve destello de sensibilidad; sí, un poco o bastante pretencioso, pero de gran valor por ser diferente, no nuevo, pero sí distinto en nuestra actual cinematografía (la que logra cierta comercialización y por lo tanto exhibición), tan tendenciosa en la cuestión social, de aparente y chocante compromiso, plagada de violencia y humor negro desgastado. Reygadas, con tres largometrajes en su haber: Japón (2003); Batalla en el cielo (2005) y Luz silenciosa (Stellet licht, 2007), es actualmente considerado un autor, tanto por la crítica como por el público que ha visto su obra y, vaya, sabe un poco de cine más allá del entretenimiento. Sus películas son esperadas en festivales con ansia, y todos comenzamos a hablar de él como se habla de los grandes de la cinematografía. Y es que su propuesta fílmica busca trascender, primeramente, los niveles estéticos y llegar, por medio de los recursos propios del lenguaje cinematográfico (con una minuciosa exploración de la imagen y sus posibilidades) a la construcción de historias tan normales y reconocidas; pero al mismo tiempo tan ajenas y distantes gracias, precisamente, a esa narrativa tan extraña en nuestro país, más propia y familiar de la sensibilidad europea.
En los textos fílmicos de Reygadas podemos encontrar a Tarkovski, Antonioni, Bresson o Herzog y ¿por qué no? más recientemente a Jarmush. Estos autores, y muchos otros, son fuente de inspiración estética del mexicano, imposible negarlo; sino al contrario, la asimilación de estos lenguajes le han permitido a él la posibilidad de formación de uno propio, de fuerte sensibilidad y de un tecnicismo impecable cuyos logros de abstracción lo revelan como un poeta de la imagen fílmica. Luz silenciosa, el trabajo que hoy nos ocupa, lo constata. Ubicada en una comunidad menonita al norte de México, esta es la historia de un triángulo amoroso destinado al fracaso y la desgracia. Johan, su protagonista (Reygadas continúa con su fijación en los hombres maduros) se debatirá entre el amor y el deseo. Su pena será mayor debido a que ama a ambas mujeres y no está dispuesto a perder a ninguna. Su esposa Esther, quien conoce el adulterio, representa la calidez del hogar y la familia (numerosa además); la estabilidad emocional pero al mismo tiempo las ataduras a una vida sin otras perspectivas que no sean la del trabajo y sus satisfacciones. Su amante Mariana (curiosamente de físico menos agraciado), representa la pasión y la posibilidad de un desenfreno tardío; el ansia de la entrega en la búsqueda de ese deseo otoñal que sus edades les permite –excelente la escena del último encuentro sexual, de un erotismo contenido, agresivo y tierno-. De nueva cuenta, el cineasta construye la historia de un amor doloroso, al igual que en su filme anterior, sólo que aquí todo se desarrolla en la armoniosa frialdad del campo, un universo simbólico de sonidos y sensaciones, el loquos amoenus sin la estridencia urbana que rodea a los explícitos amantes de Batalla en el cielo. En Luz silenciosa todo es sutileza y contemplación, elementos narrativos que contribuyen en la creación de una atmósfera casi onírica (y un tanto fantástica, sobre todo hacia su final) donde los personajes interactúan como abstraídos y aletargados (con el toque característico que da el no ser actores profesionales) en un diálogo callado, donde las cosas más importantes se dicen con el silencio o los sonidos ambientales: el incesable cantar de los grillos, el aflojerado mugir de las vacas o la infinita quietud del cielo nocturno, en esa bella elipsis del amanecer que es la secuencia inicial, al más puro estilo Tarkovskiano, donde todo pareciera estar ralentizado. O la caminata entre la hierba y el encuentro en el campo, donde los sonidos de los labios al juntarse y reconocerse describe la pasión de la pareja. O el constante tic tac del reloj, tan ensordecedor y tajante que el mismo protagonista decide pararlo casi al inicio, como señal de que nada debería de seguir su curso y por ende, tener una conclusión; mismo reloj que casi al final el viejo padre de Johan, con su eterna sonrisa de muñeco, echará de nuevo a andar, ya que el tiempo tiene que transcurrir, pese a la latente obscuridad de los días venideros.
Socorro González Barajas
Coordinador de ITSPPCineClub
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