lunes, 26 de noviembre de 2007

El Circo


Por Socorro González

Puerto Peñasco, Son. A 17 de noviembre de 2007. ¿Quién no recuerda con nostalgia los espectáculos circenses de la infancia? ¿Quién no sonríe con el recuerdo de las gracias de los payasos, o se estremece con los colores de sus ropas y sus rictus de pueril tristeza, tan cercana a los rostros macabros del más inocente de los muñecos ocultos en las sombras de nuestro cuarto? El circo, tradición de años; la máxima premiación al salir de clases por la tarde, e ir corriendo hacia aquel baldío que de pronto, de un día para otro, se poblaba de una fauna sorprendente; la cual admirábamos extrañados pero felices; con los nervios, el temor y la curiosidad que impone un tigre frente a nosotros, a escasos metros de distancia, tras las barreras de una sucia jaula. El circo se convertía entonces en un espectáculo de olores y texturas; de animales feroces queriendo escapar y de hombres y mujeres sudorosos, con la característica apariencia que da el tener varios días sin bañarse. Había entonces lugar para la euforia, y algunos de nosotros nos dedicábamos a ver con detalle a las bestias, con la emoción contenida y la terrible sensación de querer tocar lo que no se permitía, aquello que al mismo tiempo infundía una gran alegría y representaba un peligro. La lucha de poder entre animales y humanos se establecía y uno, en su inocencia, tenía que tragarse los maltratos de un entrenamiento primitivo y descarado. Pero el circo estaba ahí, con su magia, no había más que ir acompañado de un adulto para traspasar la puerta hacia la fantasía y el encanto surrealista; hacia el juego de emociones extremas que observábamos con vehemencia, boquiabiertos ante aquel temerario domador que introducía, en el más absurdo de los actos, su cabeza en el hocico de un león; o petrificados ante las destrezas de una pareja de aerodinámicos trapecistas. Sensaciones encontradas, eso es lo que más recuerdo de un circo; momentos de excelsa alegría y minutos de inquietante angustia. No es gratuita entonces esa doble significación que del imaginario circense se ha llegado a hacer, sobre todo en lo que al arte corresponde, aquella que habla de una doble moral y una connotación de siniestra perversión tras bambalinas. El circo, para muchos, ha sido una prolífica figura narrativa; alegoría de las más obscuras e insanas pasiones humanas (¿qué puede ser más insano que el jugueteo constante con la muerte?); ocultas tras el maléfico rostro de un payaso o la belleza andrógina de los seres del trapecio. En el circo, las cosas no son lo que parecen ser, hay algo oculto, algo que habla de la maldad de sus habitantes. Como ejemplo, sólo hay que echar un vistazo a ciertos filmes como Santa Sangre, de Alejandro Jodorowski; Freaks, de Tod Browning; El hombre elefante, de David Lynch; o mirar fijamente el Arlequín o alguna otra pintura con estos personajes de Pablo Picasso. El circo es algo maravilloso; con sus nuevas vertientes, con su gran y su bajísimo presupuesto; con su zoológico o sin él; lo importante es que aún está con nosotros, permitiéndonos accesar a nuestros recuerdos de infancia, inclusive con la misma inocencia, aunque nos percatemos de que algunas cosas son exactamente igual.

El circo Barley estuvo en el pueblo, todos los días, escuché al carrito darle promoción. Un buen número de animales estuvo en exhibición: hienas, felinos, simios, ponis, caballos percherones, elefantes, inclusive un Ñu. Una fauna atractiva ante las miradas emocionadas de chicos y grandes. La tradición no se ha perdido, y la gente nos seguimos admirando de tener entre nosotros este tipo de espectáculos que, esperemos, nunca se pierdan; sino al contrario, sigan, con los años, mejorando y deleitándonos con el dulce sabor de la nostalgia.

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